Él estaba en su despacho hablando con un socio cuando recibió
la llamada. Fue discreto, habló poco —un “sí” por aquí, un “ajá” por allá, al
descuido, como para adornar el silencio que de pronto ocupaba la habitación— y
colgó en menos de un minuto. Retomó el hilo de la conversación sin ningún
problema y su socio continuó explicando el nuevo negocio: —te decía,
Erasmo, que la inversión fuerte será a fin de año, tenemos que asegurarnos de
surtir la mercería… — y continuaba.
Se cayó en el baño y eso fue el
comienzo del final. A su edad una caída siempre anuncia la aproximación del
fin. Primero empezaron a dar lata las piernas y la cadera, por el golpe. Cuando
la memoria le empezó a fallar, se dieron cuenta de que la desorientación había
provocado la caída, y no un simple descuido, como supusieron. A los pocos días
lo internaron sólo para descubrir que un cáncer avanzaba a contracorriente por
su aparato digestivo. Era cuestión de días, quizá un par de semanas, no más.
— ¿Qué te parece, le entramos
mano? —. Erasmo se había perdido de la última parte del discurso, no podía
dejar de pensar en esa llamada que no había querido prolongar porque le bastó con
escuchar “tu padre ha muerto” —apreciaba las cosas sin rodeos, concisas—.
Durante los últimos días había estado imaginando, con un sentimiento de culpa,
el momento en que le dieran la noticia. Como siempre pasa, ni las cincuenta
posibilidades esbozadas a conciencia se acercaron a lo que en realidad sucedió:
él, en el despacho, platicando con su socio en una tarde fría pero soleada de
diciembre. Lo cierto es que todas las veces que se pensó, sin importar las
circunstancias en las que se imaginaba, la sensación de contener el llanto se
le agolpaba en la garganta cuando recibía la noticia. Pero no esta vez, no en
realidad. Lo que sentía era extrañeza por la ausencia del dichoso nudo en la
garganta. Nada, ni marea de sentimientos ascendiendo por su cuello, ni oleajes
intempestivos en la mirada; nada. Intentó acortar la reunión, se sentía
incómodo y su socio comenzaba a notarlo; cinco minutos más tratando de prestar
atención y se disculpó intentando inventar un contratiempo: —este, sabes, la
llamada que me hicieron… este, tengo que…
hay unos asuntos y, este…—, no dijo nada, pero se hizo entender de algún modo
porque su socio le dio la mano y se despidió: —avísame si te convence lo de la
mercería—, salió por la puerta del despacho y se dirigió a la salida sin
importar que Erasmo se hubiera quedado sentado en su escritorio.
Nada, cuando le contó a su esposa
que su padre acababa de morir tampoco hubo nada. Solamente continuaba con la sensación de
perplejidad ante su inesperada reacción, ¿y las lágrimas?, ¿y la tristeza que
dicen se siente en el pecho como una presión fuerte? Durante el velorio estuvo
hundido en estos pensamientos, nadie lo molestó porque a los ojos de los demás
parecía que estaba deprimido, que hacía un homenaje interior a su padre
recordando los buenos momentos que habían pasado en la casa de Juárez.
Se durmió todavía con las
preguntas en la punta de la mente, atormentándolo, ¿dónde estaba la
melancolía?, ¿las culpas por no haber hecho tantas cosas, por no haber dicho un
“te quiero” más seguido? Nada, y como si el subconsciente también se hubiera rebelado, esa noche tuvo el sueño más alegre de su
vida y despertó sintiéndose más confundido que nunca. Se levantó, se bañó,
desayunó; lo hizo todo mecánicamente, como todos los días. Antes de salir al sepelio
pasó al despacho por los lentes negros que mantenía en el primer cajón y los
guardó en su saco. Esperó a su familia en el coche, como siempre, y se
dirigieron al panteón.
Entre tumbas y árboles había un
hoyo preparado para el ataúd. La procesión llegó y se formó en media luna alrededor
del hueco. Los hijos en primera fila, haciendo una especie de guardia para la
partida de su padre. Nada, estaba ahí, viendo cómo metían la caja y seguía sin
sentir nada más que asombro por su falta de sensibilidad. Vio cómo, una a una,
colocaban las losas de cemento; cómo empezaban a echar lentamente la tierra,
una palada, dos, tres. Entonces, de pronto, le vino un recuerdo: una tarde,
después de comer y mientras estaban en la sobremesa, su padre lo había mirado fijamente
y le había dicho “lo más difícil de envejecer es aprender a despedirte de tus
muertos”. Suspiró profundamente y su mirada se perdió entre las flores que comenzaban a llenar la lápida. Buscó con un poco de apuración sus lentes oscuros y se los puso enseguida,
finalmente estaban ahí, todas las emociones arremolinadas intentando
desesperadamente salir por su pecho, por su cuello, por sus ojos.