domingo, 22 de diciembre de 2013

Mi madre me da lecciones de amor

         Mi madre me tomó de la mano y dijo “Párate”.
         Supe entonces que la vida es sostenerse.
        ("Enfrentamiento", Rocío Cerón)

Durante las noches más difíciles que a mis veintitantos años he vivido, mi madre volvió a brindarme el refugio y la paz que sólo puedo comparar con aquellos nueve meses que no recuerdo, pero intuyo, en los que ella aprendió a amarme incondicionalmente, sobre todos los demás y a pesar de todas las decisiones que yo llegaría a tomar.
Acurrucada en su regazo, con el corazón en añicos y las alas destrozadas, lo que quedaba de mí se deshacía en lágrimas cada noche -en un ritual que inició desde el funesto y bienaventurado día que regresé a casa-, mientras su fuerte abrazo intentaba sanar mis heridas y contener mi esencia. 
No había palabras, sólo mi llanto y su constante arrullo. Como en un inicio y como siempre.
Y así, cada una de esas noches infames, precedidas siempre por días insoportables y lacerantes, lograba conciliar el sueño entre los brazos de mi madre, aferrada a su cuerpo, a su calor, a su vientre, y a su promesa silenciosa de un mejor mañana.

jueves, 25 de abril de 2013

Cada día

Apenas despierto y ella ya está corriendo. La veo ir y venir por todo el cuarto, como si diera vueltas buscando el lugar correcto para acostarse y no lo encontrara. Ni siquiera me muevo, me entretiene y me recuerda a mis tardes en el patio, donde no logro dejar de ver la danza de las abejas; puedo pasar horas mirándolas, la cadencia de su vuelo me hipnotiza. Tanto la conozco que sé cuando quiere salir, así que tengo que levantarme, estirarme un poco y caminar hacia la puerta. Desde ahí giro mi cabeza hacia ella para avisarle que podemos irnos, bajamos corriendo por las escaleras y, como cada día, hacemos una breve parada en la cocina para que ella mordisquee cualquier cosa y olfatee otras tantas. Finalmente —con el tiempo he aprendido a ser paciente— salimos de la casa. Mientras reviso que todo en el patio esté en su lugar, ella se apresura hacia la reja de entrada, mirando con curiosidad a cualquiera que vaya pasando. Cuando al fin puedo alcanzarla, la observo tiernamente y espero que su mirada me encuentre. Felices las dos, nos despedimos; ella con un sonido ininteligible, pero cariñoso; yo, con mi cola descontrolada que le dice te quiero. La pierdo de vista cuando dobla la esquina y me echo a ver pasar abejas mientras el sol surca mi cielo. 


jueves, 18 de abril de 2013

Para Marina


21 de abril de 1945

Regresé por mi recuerdo, Marina. Sé que no te deja dormir porque tus ojos se ven cansados de tanto deambular en la penumbra, como un tictac que acompasa el recorrido de tu memoria, siempre atada a mí.

Vine por el sabor que te dejé en la boca, Marina, porque es mío y no quiero que me añores cada que lo sientas en los labios. También te pido me devuelvas el aroma que por las tardes frente al mar me robabas, mientras yo ingenuamente te estrechaba y te hablaba de lo que nos quedaba por hacer. Es más, si recuerdas mis palabras, envíamelas, porque a veces me hacen falta y como no las encuentro me tengo que quedar en silencio.

Quiero de vuelta mi mirada, la que se entretenía en tu cuerpo y se perdía en tu silueta cada vez que te alejabas. Casi puedo asegurarte que se me extravió en tu memoria y es la culpable de tus suspiros y de aquel dolor de pecho que no te deja descansar. 

Lo sé, Marina, prometí no volver a buscarte. Pero a estas alturas es urgente que regrese hasta ti. No te molestes, míralo de esta forma: todo lo que te pido me pertenece y a ti no hace más que perturbarte.

¡Ah, Marina!, antes de que me despida para siempre otra vez, que no se te olvide el aliento que me quitaste el día en que te conocí. Me lo mandas envuelto en el primer recuerdo que te di, en el que piensas cuando te da por llorar y maldecir.

Para acabar pronto, Marina, quiero de regreso cada pensamiento en el que estoy, porque ahí me tienes y en eso no habíamos quedado. Lo justo es que a este cuerpo que se siente vacío le vuelvan el ánimo y la sonrisa que dejé a tu lado, sin saberlo, cuando partí. Así que te mando un par de hojas en blanco para que escribas todo lo que te pido, cada detalle mío que te habita y que no te deja dormir. Tal vez así me liberes de ti, Marina, y me permitas volver a vivir.

jueves, 11 de abril de 2013

La loca


—Mi tío está loco—, digo entre risas mientras te cuento la última de sus ocurrencias: suplantar la identidad de su hijo menor para mandarle correos electrónicos a la familia y así enterarse de la vida de los demás.
—Así está toda tu familia— me respondes riendo. Quiero refutarte, pero entonces me acuerdo de aquella tía lejana que después de sepultar a su esposo no quiso quedarse con nada de su carpintería, más que con el ataúd que guardaban entre maderas y otros muebles; decía que era lo único que le iba a hacer falta. Y para evitarles molestias a los hijos, empezó a dormir en la caja de muerto por si acaso se moría dormida. Todas las noches su arrugada figura dejaba la tapa junto a la puerta y se metía en aquella caja a descansar. Hasta que una mañana su hijo tuvo la ocurrencia de visitarla más temprano que de costumbre, sin saber que se toparía con aquella escena horrorosa: su madre tendida en un ataúd con un semblante sereno, casi como si estuviera durmiendo. El grito que escapó de su cuerpo tuvo que haber sido tal que logró revivirla, bueno, revivirla es un decir porque en serio dormía. — ¿Qué haces?—, pudo preguntarle una vez que el aliento que se había ido con aquel grito le regresó. —Estaba durmiendo—, dijo ella, sentada en el ataúd-cama. Desde luego, ésa había sido su última noche mortuoria, su hijo no entendió lo conveniente que resultaba la idea y tiró la caja.
Para una tía loca que tuve, pensaba, pero apenas iba a decírtelo cuando se me vino a la cabeza la otra tía, la que todos los días se vestía igual: tenis, medias cafés, falda debajo de la rodilla, suéter de botones y, al cuello, unas llaves pesadas que seguro eran las que la encorvaban al caminar. Sí, esa tía a la que, cuando enfermó de bronquios, el doctor le dijo que no debía bañarse y por eso no volvió a bañarse jamás. La misma que corría atrás de nosotros con su dentadura en la mano y una sonrisa desnuda. La que era rica, rica, rica, pero vivía en casa de mi abuelo y pedía limosna en el parque para poder comprar su pan.
Bueno, dos tías locas. Y me acuerdo del tío que en las noches de calor se iba a dormir a las bancas del parque, hasta que un aguacero lo despertó, dejándolo mojado y con una pulmonía que a las pocas semanas le impidió volver a dormir en el parque, en el sillón o en su cama.
Está bien, tres pobres chiflados. Y como si lo estuviera invocando, se me aparece la imagen de mi tío el que coleccionaba perros en la azotea y gatos en la casa. Al que teníamos que visitar de a ratitos para no respirar tanto el olor concentrado a quién sabe qué de tanto animal concentrado en quién sabe dónde porque la casa no era muy grande.
Uno que otro desequilibrado, pienso. Pero mejor ya lo admito antes de que me siga acordando de tanto loco que hay en mi familia. 

jueves, 4 de abril de 2013

Moños rojos


Al llegar del jardín de niños mi primera tarea era visitar a los abuelos. Ni siquiera recuerdo si dejaba mi lonchera en casa o simplemente me desviaba del camino para llegar hasta la cocina de mi abuela, donde siempre la encontraba haciendo algo. Platicaba con ella (¿de qué? No lo recuerdo ya) esperando siempre el momento en que me ofreciera algo para comer, yo siempre tenía hambre. Si no encontraba al abuelo barriendo el patio (era como su penitencia barrerlo todos los días, mañana, tarde y, a veces, noche), lo encontraba en la sala ¿leyendo? Puede ser, la verdad es que a los cuatro años pocas cosas se quedan en la memoria. Lo que sí recuerdo, y con mucha frecuencia, es aquel día en que no lo encontré ni en el patio ni en la sala. Extrañada por ese cambio en la rutina, le pregunté a mi abuela por él, “está arriba en el cuarto, está molesto; se está poniendo sus moños”, me dijo en un tono casual y natural. Asombrada (ya me imagino ahí, sentada en la cocina comiendo queso de hebra o cereal con leche, con unos ojos grandes que sólo correspondían a una revelación insospechada), sólo pude imaginar a mi abuelo parado frente al espejo, con una mueca, acomodando en su cabello blanco un par de moños rojos.

jueves, 14 de marzo de 2013

Pedacitos de ti


I
Amo colgar mi sonrisa en tus pestañas 
atrapar con mis labios tus palabras...
Mis dedos transitan sin problemas
por aquella carretera epidérmica.
  
Amo el vaivén de tus caderas 
cuando es de noche y naufragan en mi playa;
las estrellas se cuelan entre persianas rotas
y la cera se derrite (amor, no hay luz, pero tú brillas).

II
Son las siete y mis ganas de besarte se filtran
entre teclas y luces fluorescentes.
Los dedos corren entre botones negros,
como apurando al segundero;
desesperados, intentan olvidar tu piel.

jueves, 7 de marzo de 2013

Los lentes oscuros


Él estaba en su despacho hablando con un socio cuando recibió la llamada. Fue discreto, habló poco —un “sí” por aquí, un “ajá” por allá, al descuido, como para adornar el silencio que de pronto ocupaba la habitación— y colgó en menos de un minuto. Retomó el hilo de la conversación sin ningún problema y su socio continuó explicando el nuevo negocio: —te decía, Erasmo, que la inversión fuerte será a fin de año, tenemos que asegurarnos de surtir la mercería… — y continuaba.
Se cayó en el baño y eso fue el comienzo del final. A su edad una caída siempre anuncia la aproximación del fin. Primero empezaron a dar lata las piernas y la cadera, por el golpe. Cuando la memoria le empezó a fallar, se dieron cuenta de que la desorientación había provocado la caída, y no un simple descuido, como supusieron. A los pocos días lo internaron sólo para descubrir que un cáncer avanzaba a contracorriente por su aparato digestivo. Era cuestión de días, quizá un par de semanas, no más.
— ¿Qué te parece, le entramos mano?­ —. Erasmo se había perdido de la última parte del discurso, no podía dejar de pensar en esa llamada que no había querido prolongar porque le bastó con escuchar “tu padre ha muerto” —apreciaba las cosas sin rodeos, concisas—. Durante los últimos días había estado imaginando, con un sentimiento de culpa, el momento en que le dieran la noticia. Como siempre pasa, ni las cincuenta posibilidades esbozadas a conciencia se acercaron a lo que en realidad sucedió: él, en el despacho, platicando con su socio en una tarde fría pero soleada de diciembre. Lo cierto es que todas las veces que se pensó, sin importar las circunstancias en las que se imaginaba, la sensación de contener el llanto se le agolpaba en la garganta cuando recibía la noticia. Pero no esta vez, no en realidad. Lo que sentía era extrañeza por la ausencia del dichoso nudo en la garganta. Nada, ni marea de sentimientos ascendiendo por su cuello, ni oleajes intempestivos en la mirada; nada. Intentó acortar la reunión, se sentía incómodo y su socio comenzaba a notarlo; cinco minutos más tratando de prestar atención y se disculpó intentando inventar un contratiempo: —este, sabes, la llamada que me hicieron…  este, tengo que… hay unos asuntos y, este…—, no dijo nada, pero se hizo entender de algún modo porque su socio le dio la mano y se despidió: —avísame si te convence lo de la mercería—, salió por la puerta del despacho y se dirigió a la salida sin importar que Erasmo se hubiera quedado sentado en su escritorio.
Nada, cuando le contó a su esposa que su padre acababa de morir tampoco hubo nada. Solamente continuaba con la sensación de perplejidad ante su inesperada reacción, ¿y las lágrimas?, ¿y la tristeza que dicen se siente en el pecho como una presión fuerte? Durante el velorio estuvo hundido en estos pensamientos, nadie lo molestó porque a los ojos de los demás parecía que estaba deprimido, que hacía un homenaje interior a su padre recordando los buenos momentos que habían pasado en la casa de Juárez.
Se durmió todavía con las preguntas en la punta de la mente, atormentándolo, ¿dónde estaba la melancolía?, ¿las culpas por no haber hecho tantas cosas, por no haber dicho un “te quiero” más seguido? Nada, y como si el subconsciente también se hubiera rebelado, esa noche tuvo el sueño más alegre de su vida y despertó sintiéndose más confundido que nunca. Se levantó, se bañó, desayunó; lo hizo todo mecánicamente, como todos los días. Antes de salir al sepelio pasó al despacho por los lentes negros que mantenía en el primer cajón y los guardó en su saco. Esperó a su familia en el coche, como siempre, y se dirigieron al panteón.
Entre tumbas y árboles había un hoyo preparado para el ataúd. La procesión llegó y se formó en media luna alrededor del hueco. Los hijos en primera fila, haciendo una especie de guardia para la partida de su padre. Nada, estaba ahí, viendo cómo metían la caja y seguía sin sentir nada más que asombro por su falta de sensibilidad. Vio cómo, una a una, colocaban las losas de cemento; cómo empezaban a echar lentamente la tierra, una palada, dos, tres. Entonces, de pronto, le vino un recuerdo: una tarde, después de comer y mientras estaban en la sobremesa, su padre lo había mirado fijamente y le había dicho “lo más difícil de envejecer es aprender a despedirte de tus muertos”. Suspiró profundamente y su mirada se perdió entre las flores que comenzaban a llenar la lápida. Buscó con un poco de apuración sus lentes oscuros y se los puso enseguida, finalmente estaban ahí, todas las emociones arremolinadas intentando desesperadamente salir por su pecho, por su cuello, por sus ojos.