Mi madre me tomó de la mano y dijo “Párate”.
Supe entonces que la vida es sostenerse.
("Enfrentamiento", Rocío Cerón)
Durante las noches más difíciles que a mis veintitantos años he vivido, mi madre volvió a brindarme el refugio y la paz que sólo puedo comparar con aquellos nueve meses que no recuerdo, pero intuyo, en los que ella aprendió a amarme incondicionalmente, sobre todos los demás y a pesar de todas las decisiones que yo llegaría a tomar.
Acurrucada en su regazo, con el corazón en añicos y las alas destrozadas, lo que quedaba de mí se deshacía en lágrimas cada noche -en un ritual que inició desde el funesto y bienaventurado día que regresé a casa-, mientras su fuerte abrazo intentaba sanar mis heridas y contener mi esencia.
No había palabras, sólo mi llanto y su constante arrullo. Como en un inicio y como siempre.
Y así, cada una de esas noches infames, precedidas siempre por días insoportables y lacerantes, lograba conciliar el sueño entre los brazos de mi madre, aferrada a su cuerpo, a su calor, a su vientre, y a su promesa silenciosa de un mejor mañana.
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