Apenas despierto y
ella ya está corriendo. La veo ir y venir por todo el cuarto, como si diera
vueltas buscando el lugar correcto para acostarse y no lo encontrara. Ni
siquiera me muevo, me entretiene y me recuerda a mis tardes en el patio, donde
no logro dejar de ver la danza de las abejas; puedo pasar horas mirándolas, la
cadencia de su vuelo me hipnotiza. Tanto la conozco que sé cuando quiere salir,
así que tengo que levantarme, estirarme un poco y caminar hacia la puerta.
Desde ahí giro mi cabeza hacia ella para avisarle que podemos irnos, bajamos
corriendo por las escaleras y, como cada día, hacemos una breve parada en la
cocina para que ella mordisquee cualquier cosa y olfatee otras tantas.
Finalmente —con el tiempo he aprendido a ser paciente— salimos de la casa. Mientras reviso que todo
en el patio esté en su lugar, ella se apresura hacia la reja de entrada,
mirando con curiosidad a cualquiera que vaya pasando. Cuando al fin puedo
alcanzarla, la observo tiernamente y espero que su mirada me encuentre. Felices
las dos, nos despedimos; ella con un sonido ininteligible, pero cariñoso; yo, con mi cola descontrolada que le dice te quiero. La pierdo de vista cuando
dobla la esquina y me echo a ver pasar abejas mientras el sol surca mi cielo.
jueves, 25 de abril de 2013
jueves, 18 de abril de 2013
Para Marina
21 de abril de 1945
Regresé
por mi recuerdo, Marina. Sé que no te deja dormir porque tus ojos se ven
cansados de tanto deambular en la penumbra, como un tictac que acompasa el
recorrido de tu memoria, siempre atada a mí.
Vine por
el sabor que te dejé en la boca, Marina, porque es mío y no quiero que me
añores cada que lo sientas en los labios. También te pido me devuelvas el aroma
que por las tardes frente al mar me robabas, mientras yo ingenuamente te
estrechaba y te hablaba de lo que nos quedaba por hacer. Es más, si recuerdas
mis palabras, envíamelas, porque a veces me hacen falta y como no las encuentro me tengo que quedar en silencio.
Quiero de vuelta mi mirada, la que se entretenía en tu cuerpo y se perdía en tu silueta cada vez que te alejabas. Casi puedo asegurarte que se me extravió en tu memoria y es la culpable de tus suspiros y de aquel dolor de pecho que no te deja descansar.
Lo sé, Marina, prometí no volver a buscarte. Pero a estas alturas es urgente que regrese hasta ti. No te molestes, míralo de esta forma: todo lo que te pido me pertenece y a ti no hace más que perturbarte.
Lo sé, Marina, prometí no volver a buscarte. Pero a estas alturas es urgente que regrese hasta ti. No te molestes, míralo de esta forma: todo lo que te pido me pertenece y a ti no hace más que perturbarte.
¡Ah,
Marina!, antes de que me despida para siempre otra vez, que no se te olvide el
aliento que me quitaste el día en que te conocí. Me lo mandas envuelto en el
primer recuerdo que te di, en el que piensas cuando te da por llorar y maldecir.
Para
acabar pronto, Marina, quiero de regreso cada pensamiento en el que estoy,
porque ahí me tienes y en eso no habíamos quedado. Lo justo es que a este
cuerpo que se siente vacío le vuelvan el ánimo y la sonrisa que dejé a tu lado, sin saberlo, cuando partí. Así que te mando un par de hojas en blanco
para que escribas todo lo que te pido, cada detalle mío que te habita y que no
te deja dormir. Tal vez así me liberes de ti, Marina, y me permitas volver a
vivir.
jueves, 11 de abril de 2013
La loca
—Mi tío está loco—, digo entre
risas mientras te cuento la última de sus ocurrencias: suplantar la identidad
de su hijo menor para mandarle correos electrónicos a la familia y así enterarse de
la vida de los demás.
—Así está toda tu familia— me respondes riendo. Quiero refutarte, pero entonces me acuerdo de aquella tía lejana
que después de sepultar a su esposo no quiso quedarse con nada de su
carpintería, más que con el ataúd que guardaban entre maderas y otros muebles;
decía que era lo único que le iba a hacer falta. Y para evitarles molestias a
los hijos, empezó a dormir en la caja de muerto por si acaso se moría dormida.
Todas las noches su arrugada figura dejaba la tapa junto a la puerta y se metía
en aquella caja a descansar. Hasta que una mañana su hijo tuvo la ocurrencia de
visitarla más temprano que de costumbre, sin saber que se toparía con aquella
escena horrorosa: su madre tendida en un ataúd con un semblante sereno, casi
como si estuviera durmiendo. El grito que escapó de su cuerpo tuvo que haber
sido tal que logró revivirla, bueno, revivirla es un decir porque en serio
dormía. — ¿Qué haces?—, pudo preguntarle una vez que el aliento que se había
ido con aquel grito le regresó. —Estaba durmiendo—, dijo ella, sentada en el
ataúd-cama. Desde luego, ésa había sido su última noche mortuoria, su hijo no
entendió lo conveniente que resultaba la idea y tiró la caja.
Para una tía loca que tuve,
pensaba, pero apenas iba a decírtelo cuando se me vino a la cabeza la otra tía,
la que todos los días se vestía igual: tenis, medias cafés, falda debajo de la
rodilla, suéter de botones y, al cuello, unas llaves pesadas que seguro eran
las que la encorvaban al caminar. Sí, esa tía a la que, cuando enfermó de
bronquios, el doctor le dijo que no debía bañarse y por eso no volvió a bañarse
jamás. La misma que corría atrás de nosotros con su dentadura en la mano y una
sonrisa desnuda. La que era rica, rica, rica, pero vivía en casa de mi abuelo y
pedía limosna en el parque para poder comprar su pan.
Bueno, dos tías locas. Y me acuerdo
del tío que en las noches de calor se iba a dormir a las bancas del parque,
hasta que un aguacero lo despertó, dejándolo mojado y con una pulmonía que a
las pocas semanas le impidió volver a dormir en el parque, en el sillón o en su
cama.
Está bien, tres pobres chiflados.
Y como si lo estuviera invocando, se me aparece la imagen de mi tío el que
coleccionaba perros en la azotea y gatos en la casa. Al que teníamos que
visitar de a ratitos para no respirar tanto el olor concentrado a quién sabe
qué de tanto animal concentrado en quién sabe dónde porque la casa no era muy
grande.
Uno que otro desequilibrado,
pienso. Pero mejor ya lo admito antes de que me siga acordando de tanto loco
que hay en mi familia.
jueves, 4 de abril de 2013
Moños rojos
Al llegar del jardín de niños mi
primera tarea era visitar a los abuelos. Ni siquiera recuerdo si dejaba mi
lonchera en casa o simplemente me desviaba del camino para llegar hasta la
cocina de mi abuela, donde siempre la encontraba haciendo algo. Platicaba con
ella (¿de qué? No lo recuerdo ya) esperando siempre el momento en que me
ofreciera algo para comer, yo siempre tenía hambre. Si no encontraba al abuelo
barriendo el patio (era como su penitencia barrerlo todos los días, mañana,
tarde y, a veces, noche), lo encontraba en la sala ¿leyendo? Puede ser, la
verdad es que a los cuatro años pocas cosas se quedan en la memoria. Lo que sí
recuerdo, y con mucha frecuencia, es aquel día en que no lo encontré ni en el
patio ni en la sala. Extrañada por ese cambio en la rutina, le pregunté a mi
abuela por él, “está arriba en el cuarto, está molesto; se está poniendo sus
moños”, me dijo en un tono casual y natural. Asombrada (ya me imagino ahí,
sentada en la cocina comiendo queso de hebra o cereal con leche, con unos ojos
grandes que sólo correspondían a una revelación insospechada), sólo pude
imaginar a mi abuelo parado frente al espejo, con una mueca, acomodando en su
cabello blanco un par de moños rojos.
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