jueves, 7 de marzo de 2013

Los lentes oscuros


Él estaba en su despacho hablando con un socio cuando recibió la llamada. Fue discreto, habló poco —un “sí” por aquí, un “ajá” por allá, al descuido, como para adornar el silencio que de pronto ocupaba la habitación— y colgó en menos de un minuto. Retomó el hilo de la conversación sin ningún problema y su socio continuó explicando el nuevo negocio: —te decía, Erasmo, que la inversión fuerte será a fin de año, tenemos que asegurarnos de surtir la mercería… — y continuaba.
Se cayó en el baño y eso fue el comienzo del final. A su edad una caída siempre anuncia la aproximación del fin. Primero empezaron a dar lata las piernas y la cadera, por el golpe. Cuando la memoria le empezó a fallar, se dieron cuenta de que la desorientación había provocado la caída, y no un simple descuido, como supusieron. A los pocos días lo internaron sólo para descubrir que un cáncer avanzaba a contracorriente por su aparato digestivo. Era cuestión de días, quizá un par de semanas, no más.
— ¿Qué te parece, le entramos mano?­ —. Erasmo se había perdido de la última parte del discurso, no podía dejar de pensar en esa llamada que no había querido prolongar porque le bastó con escuchar “tu padre ha muerto” —apreciaba las cosas sin rodeos, concisas—. Durante los últimos días había estado imaginando, con un sentimiento de culpa, el momento en que le dieran la noticia. Como siempre pasa, ni las cincuenta posibilidades esbozadas a conciencia se acercaron a lo que en realidad sucedió: él, en el despacho, platicando con su socio en una tarde fría pero soleada de diciembre. Lo cierto es que todas las veces que se pensó, sin importar las circunstancias en las que se imaginaba, la sensación de contener el llanto se le agolpaba en la garganta cuando recibía la noticia. Pero no esta vez, no en realidad. Lo que sentía era extrañeza por la ausencia del dichoso nudo en la garganta. Nada, ni marea de sentimientos ascendiendo por su cuello, ni oleajes intempestivos en la mirada; nada. Intentó acortar la reunión, se sentía incómodo y su socio comenzaba a notarlo; cinco minutos más tratando de prestar atención y se disculpó intentando inventar un contratiempo: —este, sabes, la llamada que me hicieron…  este, tengo que… hay unos asuntos y, este…—, no dijo nada, pero se hizo entender de algún modo porque su socio le dio la mano y se despidió: —avísame si te convence lo de la mercería—, salió por la puerta del despacho y se dirigió a la salida sin importar que Erasmo se hubiera quedado sentado en su escritorio.
Nada, cuando le contó a su esposa que su padre acababa de morir tampoco hubo nada. Solamente continuaba con la sensación de perplejidad ante su inesperada reacción, ¿y las lágrimas?, ¿y la tristeza que dicen se siente en el pecho como una presión fuerte? Durante el velorio estuvo hundido en estos pensamientos, nadie lo molestó porque a los ojos de los demás parecía que estaba deprimido, que hacía un homenaje interior a su padre recordando los buenos momentos que habían pasado en la casa de Juárez.
Se durmió todavía con las preguntas en la punta de la mente, atormentándolo, ¿dónde estaba la melancolía?, ¿las culpas por no haber hecho tantas cosas, por no haber dicho un “te quiero” más seguido? Nada, y como si el subconsciente también se hubiera rebelado, esa noche tuvo el sueño más alegre de su vida y despertó sintiéndose más confundido que nunca. Se levantó, se bañó, desayunó; lo hizo todo mecánicamente, como todos los días. Antes de salir al sepelio pasó al despacho por los lentes negros que mantenía en el primer cajón y los guardó en su saco. Esperó a su familia en el coche, como siempre, y se dirigieron al panteón.
Entre tumbas y árboles había un hoyo preparado para el ataúd. La procesión llegó y se formó en media luna alrededor del hueco. Los hijos en primera fila, haciendo una especie de guardia para la partida de su padre. Nada, estaba ahí, viendo cómo metían la caja y seguía sin sentir nada más que asombro por su falta de sensibilidad. Vio cómo, una a una, colocaban las losas de cemento; cómo empezaban a echar lentamente la tierra, una palada, dos, tres. Entonces, de pronto, le vino un recuerdo: una tarde, después de comer y mientras estaban en la sobremesa, su padre lo había mirado fijamente y le había dicho “lo más difícil de envejecer es aprender a despedirte de tus muertos”. Suspiró profundamente y su mirada se perdió entre las flores que comenzaban a llenar la lápida. Buscó con un poco de apuración sus lentes oscuros y se los puso enseguida, finalmente estaban ahí, todas las emociones arremolinadas intentando desesperadamente salir por su pecho, por su cuello, por sus ojos.

4 comentarios:

  1. Tania: sigue escribiendo; por el puro gusto de saber que lo haces bien; que te leemos y sentimos, nos emocionamos, aprendemos...

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