Cuando mi abuelo murió, mi abuela buscó una casa que no le recordara su vida junto a él. Después de unos meses, la casa de Juárez —como la llamábamos los nietos— quedó vacía. Acostumbrada a visitar todas las tardes a mis abuelos —no tenía más que cruzar un patio para llegar a ellos—, decidí que su ausencia no me detendría. Así, a los cinco años, comencé a peregrinar por el patio cada vez que necesitaba "platicar" con el abuelo en aquella casa deshabitada.
Con el paso de los años mis soliloquios fueron reemplazados por estancias en la azotea del abuelo, donde leía, escribía o elucubraba toda clase de historias. Se convirtió en mi refugio preferido, donde el panorama, la tranquilidad y la lejanía de los demás me permitían sentirme y saberme solo mía.
Ahora, aquí, busco recrear esos momentos de quietud en los que podía pasar el tiempo absorta; esos momentos donde, desde la azotea, podía contemplarlo todo.
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